¡ÁMSTERDAM!






Fue como andar en bicicleta por primera vez, sí, eso, como cuando me sacaron las rueditas y anduve por primera vez solo en la bici y sentí el viento en la cara y vi que no me caía, así me sentí en Ámsterdam. Y esas cosas nunca se olvidan, no señor. Pero para que me entiendan, antes, debo hacer una confesión: yo  hago listas. Sí, enumero, anoto las cosas que tengo que hacer, es que, de lo contrario, me las olvido. Adopté al listado como el método para cumplir mis objetivos. Y cuando viajo no escapo a esta realidad, también tengo mis “to do list” y voy tachando Torre Eiffel, Maracaná, Museo de El Cairo, etc. Y es bastante estresante porque hasta que no tildo el último ítem no me siento libre ni realizado. ¡Imposible relajarme si todavía no tengo la foto con la Mona Lisa! ¡Cómo me voy a sentar a tomar un café si el Louvre cierra en dos horas! Es como un mandato autoimpuesto, debo completar el inventario. ¿Tengo mi foto del Big Ben? Perfecto, hago la crucecita. Recién ahí empiezo a descubrir el lugar sin preconceptos. Y habían sido cuatro días infernales en París, por el calor, la cantidad de gente, la cantidad de cosas que quería conocer, las distancias, la “hospitalidad” parisina, y, encima, había sido nuestra primera ciudad en “solitario” en Europa -sin ayuda de argentinos devenidos en locales- y todavía estábamos shockeados.  Tal es así que a minutos de que el tren arribara a la Centraal Station caí en que no sabía qué iba a hacer, no había anotado nada, en mi cuaderno figuraba el Coliseo, Abbey Road, el Arco del Triunfo, el Santiago Bernabéu, pero, de Holanda, nada. Se venían tres días de incertidumbre. Me tenía que enfrentar al síndrome de la lista vacía, ¿qué iba a hacer con tanta libertad? Tuve que enfrentarla.
Bajé del tren y el verano templado de la capital holandesa me generó una sensación que al hacer el check in en el mejor hostel en el que haya estado (el Stay Okay Vondelpark) se confirmó: es imposible pasarla mal en esa ciudad. Sus calles, sus canales y su gente invitan a recorrerla palmo a palmo, empezando donde se te ocurra y terminando donde te encuentre la noche. Debí improvisar, dejarme llevar, y cada nueva cosa que descubría no dejaba de sorprenderme. Arrancamos por cumplir con nuestro único objetivo: visitar Madurodam, la deliciosa ciudad en miniatura de La Haya (a una media hora de tren) y luego el instinto fue marcando el camino. Fue increíble la sensación de soltarse, dejarse sorprender por cualquier esquina que llame la atención, caminar sin rumbo por sus hermosos pasajes, almorzar en un puesto callejero de un parque, dormir una siesta al solcito sentado en un banco a la orilla de un canal, subir a un tranvía y bajar donde los ojos digan.


Madurodam

Madurodam

Ámsterdam fue libertad, fue conocer un lugar desde la experiencia, sin mayor guía que nuestros sentidos, fue completamente distinto a todo, un lugar ideal para la improvisación, fue genial. Pero sobre todo fue esa tarde en que alquilamos unas bicicletas -volver a subirme a una después de tantos años-, y dar una vuelta y sentarse en el Vondelpark a alimentar a los patos, pedalear bordeando el río Amstel y detenerse frente a un pequeño cartel de una fábrica de quesos, asomarse y que te hagan una visita guiada, andar unos diez minutos y sentirse en un paisaje de almanaque con flores, un molino de viento y conejos saltando por ahí. Una sorpresa a cada momento, una sensación de acierto ante cada decisión repentina, la alegría de ir de cara al viento hasta donde las ruedas nos lleven.





Ámsterdam fue un oasis, un descanso en medio de un itinerario abarrotado de cosas para hacer. Una hermosa sensación de libertad, de relax, un nuevo modo de conocer, de disfrute constante e intuitivo al que quiero volver una y otra vez, como a mi vieja bicicleta.







Postamigo

*¿Querés leer más sobre este destino? ¿Querés conocer otras opiniones? Aquí te dejo relatos de otros viajeros:
La Mochila de Mamá: Amsterdam: ciudad de canales

Caminomundos: Roma: ciudad de aromas

Explorando el mundo: Viaje a Ámsterdam y alrededores

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