Las primeras luces del día asomaban en Luxor cuando llegamos
al lugar de despegue. Mientras esperábamos que esas moles de tela se levanten
contra el cielo una emoción nos recorría por dentro. ¡Íbamos a ver el desierto
del Sahara y desde el cielo! Pero mientras el globo subía, suave, cadencioso,
lo que más me llamó la atención no fue la vasta extensión de arena sino, por el
contrario, la delgada franja verde del valle del Nilo. Es tan palpable la
dependencia de sus aguas para la vida en la región que las imágenes parecen
sacadas de un manual de la escuela. Un
hilo amarronado que se pierde en el horizonte, enmarcado en un estrecho
cuadriculado verde. A los costados, y hasta donde la vista nos permite, un
gigantesco mar de arena, con monumentos increíbles, con casuchas, con pastores
en sus rutinas diarias, con montañas, sin bordes, sin final. Y sobre todo eso,
una manada de coloridos balones planeaban recortados contra la mañana, en medio
de un silencio tan enorme como el mismísimo Sahara, sólo interrumpido por rugir
espaciado de los quemadores que manejaban los capitanes.
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El valle del Nilo |
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El valle termina así, abruptamente, contra el desierto. |
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Sólo el rugir de los quemadores interrumpe el silencio |
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La imponencia del Sahara |
La parsimoniosa danza
aérea duró unos 45 minutos, eternos, perfectos, inolvidables. Luego fue el
tiempo del brindis, la entrega de diplomas recordatorios, las sonrisas
mezcladas con abrazos y la vuelta al crucero. Estábamos satisfechos, habíamos volado sobre el Sahara
como en los libros de aventuras de nuestra infancia.
Sebastián
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