Una gota de agua, incolora,
inodora, insípida, decía mi maestra. Le creí. Ahora, de grande, me permito
cuestionar esa afirmación.
De todos los olores
que me transportan, que modifican mi estado de ánimo, el de la lluvia es,
quizás, de los más significativos para mí. La tierra mojada, el pasto mojado,
los árboles, las piedras, hasta el asfalto mojado huele mejor. Se vienen,
suben, trepan por mi nariz y me invitan a salir. Como cuando era chico y me
ponía las botas de goma, y salía al fondo de mi casa a chapotear y cazar
renacuajos. La lluvia de mi niñez era aventura, sinónimo de diversión, de
faltar al colegio, de mirar las gotitas jugar carreras en los vidrios, y su perfume
la antesala de esas travesuras. Pero cuando crecí el aroma a lluvia se
convirtió en algo negativo, era el enemigo que acechaba en las vacaciones. Te
arruinaba los días de playa o te obligaba a quedarte dentro de la carpa. Uno
cruzaba los dedos para que no le tocaran “días feos”, le escapaba a las nubes. Había
devenido en olor a día perdido.

Hasta que un viaje cambió todo, le devolvió a la lluvia su
verdadero significado y a su aroma la invitación a la aventura. Fue una semana
en La Cumbrecita en 2008. Nos habíamos enamorado de ese pueblito cordobés el
año anterior y habíamos vuelto con más tiempo para disfrutarlo en plenitud. Y
no hubo caso con el tiempo, llovió toda la semana. Sí, toda. Entonces hubo que
hacer algo con el malhumor de estar encerrados, tuvimos que salir igual. Y allí
volvió el hechizo. Ya no había botas de goma pero sí impermeables, de plástico,
descartables, que usamos una y otra vez en nuestras excursiones. Y fue genial. Fue
redescubrir La Cumbrecita al tiempo que nos redescubríamos a nosotros mismos,
nos permitíamos volver a ser niños. Es que los adultos le escapan a la lluvia,
no les gusta, y entonces los lugares quedan para nosotros, los chicos, y con
lluvia son distintos, más lindos. Los colores cambian, los aromas también. Y así
volvió ese olor a tierra mojada a ser sinónimo de aventura, de esconderse en un
bosquecito, refugiados bajo un árbol mirando el agua improvisar un arroyito al
lado de nuestros pies; y apareció el olor a madera húmeda, cuando saltamos un portón
y nos metimos en el cementerio del pueblo; el olor a hojas empapadas que rozás
al caminar y te salpican la cara; el olor a corteza cuando abrazás un árbol. Y
ahí fuimos nosotros, jugando como nenes, chapoteando, trepando, tocando,
poniéndonos a reparo un ratito para tomar un café con leche calentito para
reponer energías y volver a la carga. Y vimos cascadas, y laguitos, y arroyos,
y seguimos senderos, y olimos flores, y hasta cabalgamos empapados con la garúa
en la cara contemplando paisajes increíbles con esos colores contrastados que
sólo la lluvia te da, con los pulmones inflados de aroma a naturaleza mojada,
viva.


Ese verano la lluvia volvió a ser mágica y su aroma…su aroma
me llevó una y otra vez a jugar bajo los árboles, como cuando era un chico.
Y entonces necesito desmentir eso que me enseñó mi maestra,
el agua no es inodora, no, es imposible que lo sea, si modifica todos los
aromas quiere decir que ella también tiene el suyo, uno que re significa a los
demás, uno que hace que el árbol sea más árbol, el pasto más pasto y la tierra
más tierra.
Intensidad, seño, el agua tiene olor
a intensidad.
*¿Qué es Veo Veo? Es, ante todo, un juego, una excusa para conocer
lugares de la mano de otros viajeros, contarnos historias, viajar aunque no
tengamos la oportunidad de hacerlo, encontrarnos. Es viajar con los sentidos.
Se realiza una vez al mes y las temáticas se eligen en el grupo Veo veo en
Facebook (unite acá)".