Un día y medio manejando por las rutas, casi 1400 km
imaginando cómo sería el encuentro. El destino, Puerto Pirámides, el objetivo,
ver ballenas. Y en esas últimas horas de
viaje, el repaso mental de lo que Wikipedia nos había enseñado: la Ballena
Franca Austral (Eubaleana Australis) es un mamífero marino que no posee aleta
dorsal, que puede llegar a medir unos 13 metros y pesar hasta 40 toneladas. No
tiene dientes sino unas barbas córneas que sirven de filtro para retener su
principal alimento, el krill, y su característica más distintiva es la
presencia de unas callosidades distribuidas en la parte superior y los costados
de la cabeza, donde se alojan gran cantidad de crustáceos, que les permiten a
los investigadores identificarlos como si fuesen sus huellas dactilares. ¿Por qué se llama Franca? Porque es tan dócil y lenta que resulta una presa
muy fácil para los cazadores.


El último tramo de la ruta (la 76) parece hecho para una
película, venís por la típica estepa patagónica, con alguna ondulación que
rompe la monotonía de vez en cuando, y, de repente, una curva pronunciada, un
descenso en medio de la meseta y se abre ante tus ojos un mar de un azul
imposible que baña una pequeña bahía de ensueño. Sí, llegaste a Puerto
Pirámides. Son, prácticamente, unas tres calles en las que se reparten la
totalidad de los comercios, operadores de excursiones y alojamientos. Es
chiquito y realmente encantador, con una atmósfera única. Ya por la primera bajada al mar (así se llama la
calle) llegás a la bonita playa enmarcada por los imponentes acantilados en los
que termina la altiplanicie. Sólo
mar, cielo y acantilados, y vos te sentís intimidado ante tanta inmensidad.


Un paisaje imponente
y un elemento tan vital como condicionante, el viento. Él es quien decide si se
pueden o no hacer los avistajes, y, como no podía ser de otra manera, para
acrecentar la ansiedad, ese primer día el viento sur estaba tremendo, ni se
soportaba el estar en la playa. Es así que hubo que esperar todo un día más
para que el clima sea el propicio para la excursión, por lo tanto siempre es
conveniente separar varios días para la visita a la península para no tener
problemas con el tiempo. Hay muchas operadoras que trabajan el avistaje, nosotros
elegimos una grande que queda en la segunda
bajada al mar, Punta Ballena, de Jorge Schmid, uno de los pioneros en la materia,
y quedamos muy conformes (podés contactarlos acá).



A eso de las 10 de la mañana abordamos el barco en la
playa. Sí, en la playa. Es que en Pirámides no hay muelle y entonces tienen una
particular forma de embarcar, la gente se sube en la mismísima orilla y luego
un tractor empuja la embarcación (calzada en una especie de tráiler) hasta el
agua. Muy curioso. Mientras navegábamos, Daniel, el Capitán Guía Ballenero, nos
iba contando un poco sobre la ballena franca austral y las características de los
avistamientos. Lo acompañaba Stephen, un fotógrafo naturalista estadounidense
(radicado en Chubut) que hacía las veces de traductor para los angloparlantes,
al tiempo que, subido al techo de la cabina cual Rodrigo de Triana, era el
primero en indicar “ballena a la vista”.



Como el avistamiento de estos animales es la principal
actividad económica del lugar, se realiza de forma muy responsable, tratando de
minimizar el impacto ambiental y no influir en su comportamiento. Es así que tienen todo un protocolo de
acercamiento en el cual hay una distancia que respetar y que sólo se ve
modificada si el cetáceo, movido por su curiosidad, se aproxima a la
embarcación. Tampoco, salvo contadas excepciones, se pueden acercar más de un
barco a un ejemplar para no estresarlo. Aclaradas estas pautas, Daniel nos
recordó que al tratarse de animales en estado salvaje, como sucede en el caso
de los safaris, el hecho de poder verlos de cerca no depende de la tripulación
sino, obviamente, del comportamiento azaroso de la especie. ¿Y por qué dijo
esto? Porque pasaban los minutos y no veíamos nada. Y nos empezábamos a
impacientar. ¿Cómo las reconocés? Lo más usual es que al mirar el horizonte, de
repente, veas la nubecita de vapor que echan por el espiráculo (sería como su
narina) y luego parte del lomo que asoma entre las olas.



Los primeros ejemplares a los que nos acercamos no fueron
muy cooperadores con nuestra excursión y rápidamente se hundieron en las
azules aguas dejándonos con las cámaras preparadas y toda nuestra ansiedad de
ver una cola de ballena como en los libros. Una vez, dos veces, pasaban los
minutos y la suerte no cambiaba hasta que el capitán puso rumbo a la playa
contigua a Pirámides, Pardelas, y ahí la cosa fue muy diferente.
Primero vimos a una madre con su cachorro de meses, pero no
quiso hacer contacto y se fue; luego encontramos a otra madre con su hijo más
mayorcito y éste sí estaba bien activo. Y nos dio todos los gustos, sacó la
cola miles de veces, salpicó, pasó por debajo de la embarcación, nos miró, subió,
bajó. En fin, no sé cuántos minutos fueron pero fue genial, todos corríamos de
babor a estribor, cámara en mano, con sonrisas grandes como una ballena,
tratando de seguirlas en sus curiosos acercamientos al barco.
Una hora y pico duró el paseo en total, ya cerca del
mediodía nos bajamos todos felices, agradeciendo a los guías por tamaña
experiencia y volteando a cada rato la cabeza en busca del vaporcito que
indique que hay una ballena cerca.